Los personajes de Sôseki se enfrentan a una verdad que no comprenden y cuyo carácter espléndidamente absurdo, sin negarle un ápice de su dimensión trágica, los transforma en héroes burlescos. Durante toda su vida, Sôseki tuvo ante su inteligencia una puerta cerrada cuya cerradura nunca pudo abrir. Nunca pudo ni dar media vuelta ni atravesar el umbral, permaneció cómicamente plantado ante un obstáculo que quizás no escondiera nada, pero cuyo inmóvil marco persistía y le obsesionaba como un enigma absurdo y, en el fondo, sin mucha importancia.
El arte de la novela no lleva consigo ninguna promesa de iluminación. Cuando formula tal promesa lo hace sólo para revelar que es forzosamente engañosa. No hay solución al enigma de la vida. Sôseki, igual que Kafka (su exacto contemporáneo), abandona a sus personajes en un albergue perdido en medio de ninguna parte, y los entrega a la farsa de una historia de seducción que, sin duda, no pretende decir nada más que lo que dice. Igual que otro personaje de Kafka, no sobrepasa los límites del umbral. El relato lo conduce ante el espectáculo idéntico de las cosas, sin que deban atribuirse a éstas ninguna significación superior o valor sobrenatural. La historia queda suspendida, el libro de la vida se deja abierto por la página menos significativa de todas, y luego se muere, siempre como un perro. Una broma cruel del mundo dice: Ya no hay nada más. A la nada sólo sobrevive por un momento la risa de la novela que acompaña los vivos en su noche.